Los caminos del cuervo

Has cruzado mundos y tiempos. Has recorrido los senderos del primer Edén, los templos de Grecia, las comarcas medievales y un bosque donde nacen los caminantes. Aprendiste que tus caminos no conducían a Roma, sino a esta noche que ensayaste durante esos días en que la felicidad de los reyes del aire consistió en esquivar las piedritas lanzadas por los pájaros de tierra o morir cambiando de cielo. Sí. Una noche… Una fría noche de diciembre. Vuelas y te detienes frente a la ventana de una antigua casa. No abres el pico. Dejas hablar al silencio. Escuchas el sonido de una persiana, los movimientos de un hombre atormentado y te preguntas: ‘‘¿Eso es todo? ¿Nada más?’’. No. Esto recién empieza. El sujeto, sin saberlo, te deja entrar a su historia. Aleteas en su habitación y trepas un busto de Palas. Desde tus nuevas alturas observas a este hombre que sostiene un libro con sus manos temblorosas y en cuyos ojos adviertes los dolores más profundos de un alma que se hace visible en el reflejo de una llama que no deja de morir y renacer. ¿Es, acaso, la mirada del infierno? ¿Son posibles los demonios y los ángeles en un solo parpadeo humano? Ambos son el tártaro y el paraíso. Se miran, se desafían el uno al otro. Él quiere averiguar ‘‘tu nombre señorial en la plutónica orilla de la noche’’, te habla de una tal Leonor, te pregunta por ella, cuestiona el bálsamo de Galaad. Indaga, sufre, se derrumba en sus palabras. Sigues escuchando las preguntas de sus pupilas desesperadas. ‘‘¿Eso es todo? ¿Nada más?’’. No lo sabes, pero respondes: ‘‘Siempre’’. Tu lengua siempre dice ‘‘siempre’’. Él, desde otra oscuridad, parece no entender el mensaje o quizá lo interpreta según la forma en que aprendió a desaprender y rearmar las piezas de su universo a lo largo de la ¿vida? Por supuesto. No conocías el misterio, pero ‘‘siempre’’ lo supiste: ambos tienen su propia realidad y la multiplicidad de sus fantasías. En la tiniebla de babel no entienden sus idiomas y él decide expulsarte de la habitación. Debes marcharte… No lo haces. Te quedas ahí. Sigues aquí. Pero no se trata de un poema de Poe. No eres un cuervo o un profeta emplumado. Mejor dicho: eres más de un ave, eres todos los cuentos que leíste. También eres un lector. Un lector que deja de leer este libro y levanta sus ojos atormentados frente al busto de Palas para seguir observando al cuervo que pondrá fin a las historias con sus infinitas noches suspensivas…